Pablo Orleans | 17 de junio de 2001. Trigesimo octava jornada de Liga. Estadio Camp Nou ante más de 90.000 espectadores. El Barça, quinto clasificado en Primera División recibe al Valencia CF con la necesidad de conseguir los tres puntos para entrar en la UEFA Champions League de la próxima temporada. Los 'chés', cuartos y tres puntos arriba, llegan con la vitola de subcampeones de Europa ante el Bayern de Münich y con una plantilla muy bien compensada con jugadores de entidad. Cañizares bajo palos, Roberto Fabián Ayala como gran jefe en la zaga y bien custodiado por Pellegrino, Angloma, Djukic o un incombustible Carboni en el lateral zurdo, con Rubén Baraja, David Albelda, Kily González, Deschamps, Aimar o un joven de gran proyección y frágiles huesos llamado Vicente en la media, y con Sánchez y Carew en la punta, bien comandados por Héctor Cúper en el banco y un magnífico Gaizka Mendieta en el terreno de juego. La bestia negra del Barça llegaba en un momento jodido para los de la Ciudad Condal. El mejor Valencia de todos los tiempos llegaba para jugar uno de los partidos más importantes de la temporada. Para conseguir la victoria, el Barça más holandés con Dutruel bajo palos, Frank de Boer, Sergi, un joven Puyol con el 24 a la espalda, Cocu, Guardiola, Simao, Rivaldo, Overmars o Patrick Kluivert buscaba la victoria para entrar en el cielo del balompié, esa Champions League soñada que se escapaba después de haber bailado con ella los primeros en el 92.
Allí estaba yo. No entre los más de 90.000 espectadores del Camp Nou, no. Yo, con 14 años, culé incondicional, a casi 300 kilómetros de distancia del estadio, pero con el mismo nerviosismo que cualquiera de aquellos que acudieron al feudo culé aquella noche. Puede que fuese a las 21:00 horas de ese domingo de principios de verano. Puede que estuviese viendo aquel partido del canal de pago en un bar cualquiera de un pueblo cualquiera. Puede que, con bufanda azulgrana al cuello, ese adolescente sembrado de acné soñase con una victoria placentera que llevase a la Champions al Barça de su vida, a ese equipo comandado por Resach desde el banquillo y un forofo Joan Gaspart desde el palco.
Comenzaba la noche. Con las uñas comidas, los culés intentábamos canalizar ese nerviosismo con cerveza o, en su defecto, Coca-Cola. Era una noche de sufrir, se notaba en el ambiente. Aún cuando Rivaldo ponía a los azulgrana por delante en el tercer minuto de juego (y con el Atlético ganando por la mínima en el Alfonso Pérez) al rubricar un excelente gol de libre directo tras pegar en el palo izquierdo de la portería de 'Cañete', la desconfianza era latente. Hasta el presidente blaugrana mostraba un gesto torcido con el primero de la noche. Y es que, poco después, en la salida de un córner, Baraja empataba el partido de cabeza y el partido volvía a empezar. Pero fue, de nuevo Rivaldo al filo del descanso quien, con un disparo potente desde 30 metros, ponía una vez más al Barça por delante en el marcador. Volvía la esperanza en mi pequeña banqueta de madera de aquel bar mientras terminaba con ansiosa rapidez la bebida refrescante con rodaja de limón.
Se llegó al descanso con 2-1 y aproveché, todavía me acuerdo, para ir al baño a mear.
Tras el descanso, descargado de liquido en la vejiga y con una refrescante Coca-Cola llena en la mesa, me senté de nuevo frente a la tele para contemplar -lo que esperaba fueran- cuarenta y cinco minutos de relax, tranquilidad y espectáculo. Pero el relax y la tranquilidad se esfumaron cuando Baraja remataba, de nuevo -empeñado en aguar la fiesta del Barça en aquella noche-, y volvía a poner las tablas en el luminoso. El silencio reinaba en las gradas de un Camp Nou más gélido que nunca en una apacible noche de verano. La inquietud aumentaba conforme pasaban los minutos y la tensión reinaba en el barcelonismo. Los títulos escaseaban por aquel entonces y quedar apeados de la máxima competición europea era un fracaso absoluto.
Pero entonces, cuando el marcador señalaba el minuto 43:26 y el balón lo manejaba el Barça en la medular, Petit la tocaba para un Frank de Boer adelantado de su posición de zaguero. El holandés, con un sutil toque, ponía el balón perfecto en el pecho de Rivaldo que lo acomodaba en el mismo borde del área grande. Mientras la caja tonta mostraba la victoria del Mallorca en Son Moix por 4-2 ante el Oviedo, el tiempo se paraba y la respiración se cortaba en las cajas torácicas de los barcelonistas. Un segundo emocionante en el que el brasileño, la magia zurda del Barça, elevaba al cielo con un magnífico movimiento el esférico mientras todos empujábamos desde nuestra ubicación para que ese balón de chilena entrase. Perfecta vertical, tacos a las estrellas y cuero contra cuero, cordones contra hexágonos, magia ante gol. El viento sopló a favor. El futuro dio un giro inesperado y la estirada de Cañizares fue en vano. El tercer gol de Rivaldo, el de más bella factura, enloqueció al Camp Nou. La tensión acumulada salió en forma de gritos, de brazos al viento, de sonrisa duradera. Alguna lágrima asomaba entre la afición. Yo estaba feliz.
El balón, finalmente, entró. El Barça se metió en Champions gracias a uno de los mejores goles del club y uno que se recuerda con mucho cariño. Ese gol in extremis de Rivaldo, esa perfecta chilena preparada, vertical y cargada de significado metía al Barça en Champions. Algo que tenía que ser obligado para un club de tales características se jugaba a una manga, en un único partido ante un duro rival, probablemente el peor tras el Madrid de la época. Se ganó. Ese gol significó una de las pocas alegrías que dio el Barça en cinco o seis años en blanco, lleno de despropósitos y componentes desdichados. Mañana llega el Valencia, una década después y en condiciones diferentes. Ahora son ellos los que nos miran hacia arriba. Pero el duelo sigue siendo emocionante. Rivaldo hizo magia y poseyó a Gaspart de por vida. Un gol que cambio el rumbo del Barça, el rumbo de muchas vidas. Un oasis de alegría en seis temporadas olvidables excepto por un segundo, el segundo en que el genio brasileño decidió hacer una chilena. Gracias Rivaldo.